Es muy
interesante volver a sentarme delante del ordenador y empezar una nueva sección
de “alcurrocorriendo” dedicada a las crónicas de las carreras a pie en las que
voy participando como consecuencia de plantearme la carrera continua como medio
de transporte. Para empezar voy a escribiros sobre mi experiencia en una
carrera singular “Útima Frontera”, en su versión de 166 kilómetros, que dio el
pistoletazo de salida el sábado 20 de octubre a las 9:15 en Loja (Granada).
Como Loja se
encontraba a tan solo 90 minutos de casa e iba a participar en esta aventura
con mis amigos Julio y Alberto (por lo que podíamos compartir coche) nos fuimos
para allá esa misma mañana. Una pena que la noche anterior Julio y yo
saliésemos por ahí con nuestras respectivas y solo dormimos cinco horas… menuda
temeridad visto lo visto…
A penas 150
participantes en una carrera con tres versiones, 55, 83 y 166 kilómetros,
Julio, Alberto y nuestro amigo cordobés Rafa participarían en la mediana y yo
trataría de darle dos vueltas al circuito de poco más de 50 millas.
De izquierda a derecha: Rafa, yo, Julio y Alberto. Ellos son grandes atletas y mejores personas, yo solo soy un humilde curredor |
UF es una
carrera organizada por la empresa AxaSport, de Paul Bateson, un británico
afincado en Alhama de Granada obsesionado por el ultrafondo. Yo ya había participado
en Última Frontera el año pasado, retirándome por lesión en el kilómetro 128,
tras 25 horas de carrera.
La carrera
trascurre principalmente entre carriles, algunos bastante rotos, y asfalto.
Como llovió los días anteriores y las trece primeras horas de carrera,
encontramos barro a espuertas, hasta el punto de que si no hubiese sido por los
bastones más de una vez te ibas al suelo. Traté de ser bastante fiel a la
estrategia que me había establecido en los primeros 80 kilómetros: siempre
estuve entre los cinco últimos, caminando a un ritmo de unos 6 km/h y corriendo
cuando me apetecía, en cuestas descendentes suaves. Disponía de 32 horas para
pulirme los 166 kilómetros de distancia y 5500 metros de desnivel, y ya me
había estrellado alguna vez que otra en otra carrera por ir demasiado fuerte…
Tras pasar
por Zagra (bastante animado) y Ventorros de San José, llegué a Montefrío en el
kilómetro 48, donde la organización enviaba las bolsas personales de los
corredores: comí un poco y recargué la mochila con pequeños bocadillos de jamón
con aceite y tomate, mejor que cualquier barrita energética. También tuve que
decidir entre abandonar una chaqueta de forro polar o un chaleco, y me quedé
con la chaqueta. Por aquel entonces desconocía lo vital de aquella decisión…
Desde allí a
Huétor-Tajar y seguí la vuelta hasta Loja. En bastante buen estado tras 83
kilómetros y 13 horas de carrera bajo la lluvia. Allí me esperaban Julio y
Alber, que habían hecho unos carrerones, y que se despidieron de mí como solo
lo hacen los grandes amigos en las circunstancias más especiales. La decisión
ya estaba tomada y la “speaker” (que se llama Maritrini, que hizo un trabajo espectacular y que le agradezco sus palabras de ánimo) no creía lo que le conté: me
ducharía, cenaría y trataría de dormir un rato. Así lo hice.
Justo a
medianoche sonó el despertador de mi reloj. Traté de descansar en una esterilla
de gomaespuma y mi saco de dormir que había preparado para la ocasión. En fin,
no era lo mismo que dormir diez horas en tu cama… pero menos daba una piedra.
También quería experimentar y familiarizarme con estas sensaciones por si
tuviese que hacerlo en otras carreras futuras.
Abandoné
Loja a las 00:14, entre los aplausos de la organización que me aseguraba que
iba último, buscando las distintas cintas de balizamiento (escasas, pero
puestas con criterio) que había seguido 83 kilómetros antes. Solo, totalmente
solo, en medio de la oscuridad. Con el único apoyo de las tres pilas de mi
frontal y algún que otro mensaje cariñoso que me llegaba al móvil.
Llegué a Zagra (kilómetro 100) a las 3:15 de la madrugada. Ahora era un pueblo fantasma. Pero no puedo describir con palabras lo que sentí al ver a un vecino, el único, que me estaba esperando, recogiendo ya el avituallamiento, y ofreciéndome todo lo que le quedaba: agua, isotónicos, fruta… Lo decía con tanto entusiasmo que creo que si le hubiese pedido algún órgano vital también me lo hubiese entregado. Pero no tenía paracetamol ni ibuprofeno, que era lo que necesitaba. En ese momento apareció un vehículo de Protección Civil (a partir de ahora, PC) en sentido contrario a carrera y que, resumiendo, me dijo dos cosas: “no tenemos pastillas” y “el próximo avituallamiento está cerrado”.
Lo segundo
fue un palo enorme. Abrí mi mochila y busqué el mapa de la organización con los
horarios de paso: era cierto, el avituallamiento y control de Ventorros cerraba
a las 3:15. Los de PC me dijeron que siguiese, que más arriba había una
ambulancia con pastillas. Nada. Solo inyectables y odio las jeringas. No
obstante mi principal problema era saber si seguía o no en carrera… llamé a los
directores de carrera y sus teléfonos estaban apagados o sin cobertura. Y yo, a
las 3:30 de la noche, tirado en una cuneta.
Conseguí
contactar por teléfono con el jefe de PC, necesitaba saber si seguía o no en
carrera y, sobretodo, necesitaba decirles que estaba vivo, que seguía en pie y
que pretendía llegar a tiempo a meta. Este hombre, Miguel, nunca olvidaré su
voz, me dijo que siguiese, que trataría de informar a la organización.
Allá por el
kilómetro 107 me adelantó un coche de PC y me dijeron que me detuviese. Se bajó
uno de estos “ángeles de la guarda” con un móvil en la mano, me la pasó, era
Miguel:
- - Me
han dicho que te tienes que retirar. Estas fuera de carrera.
Tardé un par
de segundos en desatar el nudo que se me formó en la garganta y dije:
- - Eso
tendrá que hacerlo el director de carrera.
-
- - Venga
tío, no nos metas en más problemas y móntate en el coche, – respondió el móvil
– pásame con mi compañero.
Le pasé el
móvil al compañero y a continuación empecé a quitar los imperdibles que
sujetaban mi dorsal, estaba dispuesto a entregarlo, pero no estaba dispuesto a
entregarme. Seguiría sin dorsal, sin avituallamientos, pero seguiría.
La cobertura
del móvil se perdió, el jefe de PC no podía hablar con su compañero.
- - Joder
con la cobertura. ¡Miguel! ¡Miguel! Vaya… pues no sé qué quería decirme…
Sibilinamente
y aprovechando las condiciones de oscuridad doblé mi dorsal y me lo metí en el
bolsillo napoleón del cortavientos. Le respondí:
- - Vale
tío, yo sigo para delante y tú, cuando hayas hablado con tu jefe, me pillas…
- OK,
colega.
…si tienes
cojones (pensé).
Empecé con
pasos cortos y lentos, hasta la primera curva, donde empecé a alargar la
zancada y a acelerar. Sé que no es muy inteligente echarte una carrera con un
coche cuando llevas más de cien kilómetros en las piernas, pero no se me
ocurrió otra cosa. Un kilómetro más adelante comenzaron a adelantarme dos,
tres, hasta cuatro vehículos de PC. No los perdí del todo pues pude ver sus
luces delante de mí, iluminando algunos olivos en el horizonte. Y entonces
descubrí una pequeña luz, un frontal, que ascendía a lo lejos por lo que
parecía una vereda a la derecha y que, probablemente, yo tendría que subir. Era
el frontal del penúltimo corredor.
Justo antes
de enfilar dicha vereda, cuatro coches de PC me esperaban con todas las luces
encendidas (“ahora me pondrán los grilletes y me meterán a dentro”, pensé).
Pero no, una mujer decía “¡ánimo, el último ha pasado en cinco minutos!” se ve
que su jefe no había conseguido cobertura, seguía dentro de carrera y
persiguiendo al penúltimo. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!”
Adelanté al
dorsal 116 una hora más tarde, era alemán, iba cojeando de los dos pies,
parecía un zombi, me dijo que estaba bien, que siguiese. Y así lo hice tras
preguntarle si estaba bien un par de veces. Ya no era el último, y mientras el
alemán siguiese en carrera yo también seguiría. Seguí caminando a buen ritmo un
par de horas, de vez en cuando me adelantaba algún vehículo de PC y el
conductor me gritaba “¡tienes al último pisándote los talones!” pero ya sabía
que eso significaría que le sacaba, como mínimo, media hora, y eso pueden
llegar a ser casi tres kilómetros.
A las 7 de
la mañana me dormía de pie. Hacía zig-zags. Y me estaba muriendo de frío. Con
los bastones atravesados en la mochila y las manos metidas en los bolsillos del
forro polar caminaba con los ojos cerrados subiendo una cuesta interminable. La
primera vez busqué un espacio seco en el asfalto, me tumbé bocarriba con las
rodillas flexionadas y apoyándome sobre la mochila. Luego me senté en el suelo
y metí la cabeza entre las rodillas. Tiritaba. Tal vez me dormí, no lo sé. Me
levanté y seguí adelante. Eran las 8 de la mañana, llevaba 125 kilómetros y 23
horas de carrera. Media hora más tarde pasó, una vez más un vehículo de PC y,
una vez más, me dijo “¡tienes al último pisándote los talones!”. Y una frase
nueva:
- - ¿Te
llevo?
- - Tendrás
que matarme para meterme allí dentro.
- - ¡Qué
honrado eres maricón!
Llegué al
avituallamiento del kilómetro 131 cuando ya estaban recogiendo. Allí me
esperaba el director de carrera, un plato de macarrones (pero… ¡frío! ¡Qué decepción!)
y otro corredor que ya tenía el plato casi terminado. Preocupándome por la
supervivencia del alemán les dije “por detrás va el dorsal 116” y ellos
respondieron:
- - No,
el dorsal 116 es este hombre – mirando al corredor que ya preparaba su mochila para
seguir adelante.
El dorsal
116, el alemán, era ese tipo. No lo había reconocido porque ahora era de día y
yo solo lo había visto antes de noche, con la poca luz del frontal y los
reflectantes a todo trapo. Nunca lo había visto adelantarme, nunca me había
adelantado. Entonces me acordé de la conversación con los del coche de PC.
El
dorsal 116 era un tramposo.
Tenía un pie
y medio fuera de carrera, estaba agotado, muerto de sueño y helado. Me
planteaba seriamente la retirada. Pero ese tramposo (que se despidió de mí con
un “venga, luego nos vemos”) iba a terminar la carrera. Mientras terminaba los
macarrones y volvía a cargarme la mochila el cansancio se fue transformando en
indignación. Caminé un kilómetro. Hasta llegar al principio de un barranco donde
transcurría la carrera, un barranco aislado y precioso para correr, recuerdo
que, 83 kilómetros antes, fueron unos cinco, seis o siete kilómetros.
Pero seguía
pensando en el alemán, y la indignación siguió transformándose… en ira.
Cogí el MP3
y seleccioné “Thunderstrock” de los AC/DC.
Empuñé los bastones por su parte
central.
Llegó la
hora de volar.
Nunca me
hubiese creído que fuese capaz de correr tanto y tan rápido después de más de
130 kilómetros. Cuando adelanté al alemán fue como si un F18 sobrevolase una
hormiga. Ahora sí, ahora sabía que terminaría esa carrera.
Llegué a
Loja pasadas las 15:30. Aunque al entrar en el pueblo estaba totalmente
descoordinado y las puntas de los bastones iban a veces al suelo, otras veces
al pie y otras a las rodillas, conseguí reponerme para correr el último
kilómetro. 500 metros antes de la meta me esperaba mi padre, no hacía falta
nadie más. Se adelantó unos metros para hacerme fotos.
Con la "speaker" Maritrini llegando a meta |
-
- - Te
dije que solo necesitaba cenar y dormir un rato – le dije a la “speaker”
Abracé a mi
padre bajo el arco de meta. Lo había conseguido. 30 horas. 166 kilómetros.
Hecho una piltrafa, pero una piltrafa feliz |
Otra
frontera cruzada.
Dedicado a mi padre.
Eres un máquina. Enhorabuena, un placer engañarnos para estas cosas.
ResponderEliminarAl mas puro estilo de Victor Araque, lo has contado al detalle, tal y como fue narrado de tus propios labios. Toda una hazaña. ENHORABUENA AMIGO!!!.
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